VOLVER A ASOMBRARNOS: EL ARTE PERDIDO DEL DISFRUTE

 


Vivimos en la época de la velocidad. De la prisa. De los logros acumulables. Del siguiente objetivo. Nos movemos tanto y tan rápido que dejamos de ver. Y cuando dejas de ver, dejas de sentir. Y cuando dejas de sentir, te desconectas de lo esencial. 

Uno de los efectos más devastadores del hiperactivismo moderno —y de esa obsesión por alcanzar logros y metas a cualquier costo— es la pérdida de algo profundamente humano: la capacidad de asombro y de disfrute. 

Tal vez lo experimentaste. ¿Recuerdas la primera vez que volaste en un avión? Todo te parecía un milagro: las nubes, el rugido del motor, ese instante de despegue donde te dabas cuenta, con una mezcla de miedo y fascinación, de que estabas flotando en el aire. El destino era emocionante, pero también lo era el trayecto. Ahora, años después, subes a un avión y lo único que quieres es llegar. Te molesta la espera, el pasajero de al lado, el retraso. Ya no hay magia. 

Y lo mismo pasa en otros ámbitos de la vida. Nos acostumbramos. Nos saturamos. Pasamos por alto las pequeñas cosas que antes nos hacían sonreír. No porque hayan perdido valor, sino porque nosotros hemos perdido presencia. 

No es que la vida “pase más rápido”, como solemos decir. Es que hemos apretado el botón de “fast forward” y vamos brincando de momento en momento sin detenernos a vivirlos. Creemos que lo importante está siempre en el futuro: el siguiente logro, el siguiente destino, el siguiente “nivel”. Mientras tanto, el presente se nos escurre entre los dedos. 

Buscamos experiencias cada vez más intensas: más caras, más exclusivas, más exóticas. Pero confundimos placer con disfrute. El placer es sensorial, fugaz, y tiene la particularidad de que siempre quiere más. El disfrute, en cambio, es una actitud del alma. No necesita exageraciones. Solo atención. 

El placer te anestesia. El disfrute te despierta. 

El placer exige estímulo externo. El disfrute nace de mirar con atención lo que ya está ahí. 

Y lo más curioso es que sabemos esto, pero lo olvidamos cada día. 

Muchos discursos modernos —como el carpe diem, el hedonismo o el famoso “YOLO”— nos animan a exprimir la vida al máximo, pero terminan reduciéndola a una sucesión de placeres. Como si vivir bien fuera sinónimo de sentirse bien todo el tiempo. Y no. Vivir bien no es perseguir placeres, sino habitar plenamente lo que tenemos. 

Es como si hubiéramos aprendido a ignorar lo que está justo frente a nosotros: el sabor del pan recién hecho, el canto de un pájaro, una buena conversación, la caricia del sol en la cara, una mirada cómplice. La vida está llena de momentos así, pero pasamos sobre ellos con los ojos cerrados. 

Recuperar la capacidad de asombro no es volver a la infancia, es volver al presente. Es quitarse el piloto automático. Es aprender a estar, no solo a hacer. Es encontrar gozo donde antes solo veíamos rutina. 

Y sí, también se trata de reconciliarnos con las cosas grandes: una celebración, un viaje, un logro. Pero sin olvidarnos de que son las cosas pequeñas, las que no se anuncian ni se presumen, las que más profundamente nos transforman. 

Hazte un favor hoy: 

Detente. No para dejar de vivir, sino para volver a mirar la vida. 

No necesitas más. Solo necesitas verla mejor. 

Porque como escribió C.S. Lewis: “El problema no es que deseemos demasiado, sino que nos conformamos con muy poco.” 



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“El secreto de la felicidad no es hacer siempre lo que se quiere, sino querer siempre lo que se hace.” 

— León Tolstoi

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